¿Cómo sirvo a Dios en el lugar que Él quiso que ocupase? ¿Me motiva el amor sincero o el deseo de reconocimiento?
Si tropiezo frecuentemente con el resentimiento hacia otros y mi autoconmiseración, de seguro el ministerio terminará en fracaso.
Estas falencias tristemente comunes se encuentran descriptas en la siguiente ilustración que bien puede emplearse como "gatillo" en una de nuestras charlas con adolescentes o el equipo de trabajo.
En algún lugar de Europa hubo una vez una pequeña iglesia construida en el siglo XII de nuestra era. Su delicado diseño y su antigüedad hacía de ella el paso obligado de miles de visitantes.
Sin embargo el atractivo de la misma no estaba en su belleza, ni en su complicada arquitectura sino en su fin. Había sido construida con la finalidad de que los hombres pudieran encontrarse allí con Dios. Era un lugar de adoración.
Las personas llegaban los domingos desde muy lejos para escuchar la Palabra y bendecir a Dios con sus alabanzas. Así todos los fieles estaban a gusto con la hermosura del edificio, y en especial con la utilidad que este prestaba.
Pero en el interior de la iglesia había tres columnas de mármol blanco. Ellas no estaban allí de paso como los visitantes, sino que habían nacido allí y no tenían intención de marcharse. Eran de baja estatura y sólidas sin ningún tipo de ornamentación suntuosa, de hecho, su simpleza contrastaba con la belleza del edificio tan bien decorado.
Sin embargo, la sencillez de las mismas no les restaba importancia.
Su solidez y tamaño las hacia aptas para sostener la estructura completa. Todo el peso del edificio recaía sobre ellas, y por lo tanto, eran responsables de que el mismo estuviese en pie.
Ellas no tenían ningún tupo de conflicto con nadie, pues solamente se abocaban a su trabajo, y esta era la base de su éxito. Eran tenaces. Un poco frías quizá, pero confiables. Siempre presentes sostenían el peso del resto.
Lamentablemente, esto no siempre fue así.
Con el paso de los siglos la gente fue cambiando. Un desinterés generalizado hizo que las personas dejaran de ocuparse en las cosas de Dios. Cada vez menos gente asistía a la iglesia, y los pocos que lo hacían eran turistas que amaban el arte, no a Dios. De este modo en poco tiempo el lugar de adoración se convirtió en un paseo turístico.
Este cambio desde luego, afectó también a las tres columnas. Y así como la gente había pasado por alto las demandas del Creador, ellas también relegaron su misión a un segundo plano.
Entonces comenzaron a inclinarse a cosas más superficiales
La primera de las tres advirtió de pronto que las personas la pasaban por alto.
Miles de turistas desfilaban por su lado cada día pero nadie se detenía a admirarla. Todas las ovaciones se las llevaban los vitrales multicolores y los bancos tallados en roble.
A ella nunca le había importado demasiado la opinión de la gente, el problema estaba en que por aquel tiempo nadie la tenía en cuenta y la tristeza que esto le produjo en breve cambio a disgusto.
Aún cuando en un principio aquella sensación de desprestigio no parecía gran cosa, con el paso del tiempo este dejó paso a la amargura y el copo de nieve terminó provocando un alud. La herida en su corazón de piedra la llenó de rencor y resentimiento. Y como ella no podía ser el centro de la atención, se quejaba por todo lo que sucedía a su alrededor.
- Si yo no puedo ser la primera –sabía decir– entonces no dejaré que nadie lo sea.
Protestaba por la gente, por el clima, por el sermón, por las luces, por los bancos, los vitrales, y en definitiva por todo aquello que le impedía estar en el primer lugar. Esta actitud hacia que viviera su vida en constante resentimiento hacia los demás.
La segunda en lugar de estar disconforme con las actitudes de los demás como la primera, comenzó a sentir disconformidad consigo misma.
- ¡Ya estoy vieja para trabajar tanto! -sabía decir cuando veía reflejadas en las grietas de su superficie las marcas del tiempo. Para colmo la humedad había cubierto su base con un fino hongo verde que la hacia ver aún más añeja.
El paso del tiempo la había cambiado por dentro y por fuera, y eran precisamente estos cambios externos los que más habían influenciado en su conducta debido a que no se encontraba satisfecha con su imagen. Se sentía tan agotada por su trabajo que en lugar de buscar ayuda decidió sumirse en la autocompasión. Por cualquier lado que se veía se sentía inservible y estaba segura de que todos la criticarían por eso.
La tercer columna no se llenó de resentimiento ni autocompasión como lo hicieron las otras dos, sino todo lo contrario. Ella creía ser la atracción del lugar. Era el centro de su mundo.
¿Resentimiento? ¡Jamás! Creía que todos la tenían en cuenta.
¿Autocompasión? ¡Nunca! Pensaba que era la mejor en lo que hacía.
¿Presunción? ¡Sin duda! Decía que no había otra como ella.
De hecho, se envaneció tanto que comenzó a despreciar a sus dos compañeras. Pasaba el día repitiéndose a sí misma y a los demás lo hermosa e inteligente que era. Con cada uno de los turistas hacía gala de su fuerza y elegancia, y hacía lo imposible por sobresalir.
Hasta sus conversaciones reflejaban su amor propio, –¡Puedo sostener esta iglesia yo sola!– afirmó una vez con arrogancia.
La razón de vivir la había encontrado en sí misma.
Una iglesia y tres columnas que comenzaron bien, pero terminaron mal (es evidente como aveces dejamos a un lado el llamamiento que hemos recibido para ocuparnos de cosas sin importancia).
Una vivía resentida, otra cansada de sí misma y la última presumía a más no poder.
Y estaban tan ocupadas en sus cosas, que dejaron de lado su función principal: sostener el edificio.
Así fue como un día la iglesia completa se desplomó. Sus ruinas se conservan hasta hoy.
Si tropiezo frecuentemente con el resentimiento hacia otros y mi autoconmiseración, de seguro el ministerio terminará en fracaso.
Estas falencias tristemente comunes se encuentran descriptas en la siguiente ilustración que bien puede emplearse como "gatillo" en una de nuestras charlas con adolescentes o el equipo de trabajo.
En algún lugar de Europa hubo una vez una pequeña iglesia construida en el siglo XII de nuestra era. Su delicado diseño y su antigüedad hacía de ella el paso obligado de miles de visitantes.
Sin embargo el atractivo de la misma no estaba en su belleza, ni en su complicada arquitectura sino en su fin. Había sido construida con la finalidad de que los hombres pudieran encontrarse allí con Dios. Era un lugar de adoración.
Las personas llegaban los domingos desde muy lejos para escuchar la Palabra y bendecir a Dios con sus alabanzas. Así todos los fieles estaban a gusto con la hermosura del edificio, y en especial con la utilidad que este prestaba.
Pero en el interior de la iglesia había tres columnas de mármol blanco. Ellas no estaban allí de paso como los visitantes, sino que habían nacido allí y no tenían intención de marcharse. Eran de baja estatura y sólidas sin ningún tipo de ornamentación suntuosa, de hecho, su simpleza contrastaba con la belleza del edificio tan bien decorado.
Sin embargo, la sencillez de las mismas no les restaba importancia.
Su solidez y tamaño las hacia aptas para sostener la estructura completa. Todo el peso del edificio recaía sobre ellas, y por lo tanto, eran responsables de que el mismo estuviese en pie.
Ellas no tenían ningún tupo de conflicto con nadie, pues solamente se abocaban a su trabajo, y esta era la base de su éxito. Eran tenaces. Un poco frías quizá, pero confiables. Siempre presentes sostenían el peso del resto.
Lamentablemente, esto no siempre fue así.
Con el paso de los siglos la gente fue cambiando. Un desinterés generalizado hizo que las personas dejaran de ocuparse en las cosas de Dios. Cada vez menos gente asistía a la iglesia, y los pocos que lo hacían eran turistas que amaban el arte, no a Dios. De este modo en poco tiempo el lugar de adoración se convirtió en un paseo turístico.
Este cambio desde luego, afectó también a las tres columnas. Y así como la gente había pasado por alto las demandas del Creador, ellas también relegaron su misión a un segundo plano.
Entonces comenzaron a inclinarse a cosas más superficiales
La primera de las tres advirtió de pronto que las personas la pasaban por alto.
Miles de turistas desfilaban por su lado cada día pero nadie se detenía a admirarla. Todas las ovaciones se las llevaban los vitrales multicolores y los bancos tallados en roble.
A ella nunca le había importado demasiado la opinión de la gente, el problema estaba en que por aquel tiempo nadie la tenía en cuenta y la tristeza que esto le produjo en breve cambio a disgusto.
Aún cuando en un principio aquella sensación de desprestigio no parecía gran cosa, con el paso del tiempo este dejó paso a la amargura y el copo de nieve terminó provocando un alud. La herida en su corazón de piedra la llenó de rencor y resentimiento. Y como ella no podía ser el centro de la atención, se quejaba por todo lo que sucedía a su alrededor.
- Si yo no puedo ser la primera –sabía decir– entonces no dejaré que nadie lo sea.
Protestaba por la gente, por el clima, por el sermón, por las luces, por los bancos, los vitrales, y en definitiva por todo aquello que le impedía estar en el primer lugar. Esta actitud hacia que viviera su vida en constante resentimiento hacia los demás.
La segunda en lugar de estar disconforme con las actitudes de los demás como la primera, comenzó a sentir disconformidad consigo misma.
- ¡Ya estoy vieja para trabajar tanto! -sabía decir cuando veía reflejadas en las grietas de su superficie las marcas del tiempo. Para colmo la humedad había cubierto su base con un fino hongo verde que la hacia ver aún más añeja.
El paso del tiempo la había cambiado por dentro y por fuera, y eran precisamente estos cambios externos los que más habían influenciado en su conducta debido a que no se encontraba satisfecha con su imagen. Se sentía tan agotada por su trabajo que en lugar de buscar ayuda decidió sumirse en la autocompasión. Por cualquier lado que se veía se sentía inservible y estaba segura de que todos la criticarían por eso.
La tercer columna no se llenó de resentimiento ni autocompasión como lo hicieron las otras dos, sino todo lo contrario. Ella creía ser la atracción del lugar. Era el centro de su mundo.
¿Resentimiento? ¡Jamás! Creía que todos la tenían en cuenta.
¿Autocompasión? ¡Nunca! Pensaba que era la mejor en lo que hacía.
¿Presunción? ¡Sin duda! Decía que no había otra como ella.
De hecho, se envaneció tanto que comenzó a despreciar a sus dos compañeras. Pasaba el día repitiéndose a sí misma y a los demás lo hermosa e inteligente que era. Con cada uno de los turistas hacía gala de su fuerza y elegancia, y hacía lo imposible por sobresalir.
Hasta sus conversaciones reflejaban su amor propio, –¡Puedo sostener esta iglesia yo sola!– afirmó una vez con arrogancia.
La razón de vivir la había encontrado en sí misma.
Una iglesia y tres columnas que comenzaron bien, pero terminaron mal (es evidente como aveces dejamos a un lado el llamamiento que hemos recibido para ocuparnos de cosas sin importancia).
Una vivía resentida, otra cansada de sí misma y la última presumía a más no poder.
Y estaban tan ocupadas en sus cosas, que dejaron de lado su función principal: sostener el edificio.
Así fue como un día la iglesia completa se desplomó. Sus ruinas se conservan hasta hoy.
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